La
tarde del sábado 9 de diciembre de 1977 una ambulancia se abría paso a
toda velocidad por las calles de Los Ángeles en dirección al hospital.
Una vida pendía de un hilo. La presencia de la prensa minutos después de
ingresado el herido indicaba tratarse de alguien especial. Al rato tuvo
lugar un comunicado. El cuadro clínico era aterrador: fractura de
cráneo, fractura de mandíbulas y dislocación de la superior, fractura
del tabique nasal, laceración facial múltiple y conmoción cerebral
severa. Fuera de la habitación el cuerpo médico musitaba con
preocupación: “No he visto nada parecido antes. Es como si hubiera estampado el rostro contra el parabrisas del coche yendo a más de 80 km/h”. Poco después, la víctima recuperaba el conocimiento y a duras penas percibía una voz grave, implacable, cruel. Era el doctor: “Lamento comunicarle que su cerebro ha sufrido una ligera pérdida de fluido espinal. Hay que intervenir... ¿me oye?”.
Pero el herido apenas podía reaccionar. Una aparatosa máscara cubría su
rostro dejando entrever unos ojos apagados, lo único que mantenía su
sitio. El resto era un puzzle. Todo el cráneo había deformado gravemente
su estructura.
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